2º Domingo del Tiempo Ordinario

Isaías 49,3.5-6    Salmo 39     1Corintios 1,1-3    Juan 1,29-34


Muy queridos hermanos, nos reunimos en este día para celebrar el segundo domingo del tiempo ordinario. La mayoría de nosotros ha regresado o está por regresar a la normalidad del trabajo, del estudio, de lo cotidiano; y es allí, en lo común del día a día, donde podemos preguntarnos: ¿Quién soy yo para Dios?, ¿Qué quiere el Señor de mí en este nuevo año? Me parece que la frase del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura da una respuesta clara y contundente: “El Señor me dijo: Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso” (Is 49,3). Esta es la certeza en la que nos moveremos este año, saber que el Señor Dios nos eligió y nos consagró para ser “luz de las naciones y para que su salvación alcance a todas las naciones” (Is 49,6). 


Y, ¿qué puedo hacer para lograr lo que Dios quiere? Podría pensar que esta misión: ser “luz de las naciones y para que su salvación alcance a todas las naciones” le puede  corresponder  a personas importantes y poderosas,  pero no es así; cada uno de nosotros ha recibido del Señor los dones necesarios para dar frutos de amor y misericordia, de salvación. Nosotros, a ejemplo de Jesús, con las pequeñas obras de cada día podemos  realizar la transformación del mundo, de nuestro lugar de trabajo, de nuestro hogar, de nuestra familia haciendo presente a Jesús en todos los ambientes.  El papa Francisco también lo ha dicho: “Jesucristo que se manifiesta, se hace ver y nosotros estamos invitados a conocerlo, a reconocerlo, en la vida, en las muchas circunstancias de la vida, reconocer a Jesús conocer a Jesús…Es poner a Jesús en el centro de nuestras elecciones” (Misa en casa santa Marta 9 de enero).

Fruto del conocimiento y seguimiento de Jesús nos hemos reunido en este domingo, y siguiendo el mensaje de la palabra que hemos escuchado en la Primera Carta a los Corintios, podemos afirmar que nosotros somos  “los consagrados por Cristo Jesús, los santos que él llamó” (1 Co 1,2). Al reunirnos en torno a la palabra y al pan eucarístico, todos nosotros recuperamos nuestra dignidad de hijos de Dios, dignidad que recibimos en el bautismo y que nos habilita para proclamar nuestra disponibilidad de trabajar en la noble y necesaria tarea de infundir esperanza proclamando a Cristo en todo lugar y en todas las instancias de la sociedad.


Revisando nuestra actuación como bautizados, hijos de Dios y miembros de la Iglesia; hemos de lamentarnos los cristianos contemporáneos por nuestra falta de vitalidad y compromiso en el anuncio de Jesucristo. La salvación que viene de Cristo es real y eficaz pero nuestra pobre y tibia capacidad para vivir radicalmente el evangelio, invertir recursos humanos y económicos para que de todas las formas se anuncie la buena noticia que salva nos pone en entredicho. No es suficiente con que el Papa sea un personaje mundial o que aun en ciertos lugares se respete el ministerio de los Obispos y de los sacerdotes, pensar que basta con eso, disfraza el serio problema y la incompetencia para trazar estrategia a todo nivel de tal manera que nuestra fe realmente forje una nueva sociedad.


Por todo lo anterior, es necesario conocer a Jesucristo y fiarse de él, para tener la misma capacidad de Juan el Bautista de indicar quién es el Salvador: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). ¿Quién puede salvarnos más que Jesucristo? ¿Quién puede darle sentido a nuestra vida más que Jesús? En una sociedad tan oscura y confusa como la que vivimos, la proclamación de Jesús como el amado del Padre en quien reposa plenamente el Espíritu de Dios, ha de ser valiente y llena de compromiso y creatividad.

Respondamos de corazón en la vida diaria a lo que hoy hemos proclamado con los labios en el salmo 39 “Aquí estoy Señor para hacer tu voluntad” El Señor nos de su Espíritu para que seamos valientes, comprometidos y creativos en lo único que puede cambiarnos la vida, nuestras familias y nuestro País: el anuncio salvador de Jesucristo. Abramos el corazón y permitamos que la fuerza que imprime la persona de Jesucristo haga maravillas en nosotros.