Cuarto Domingo de Pascua

Hch 2,14ª.36-41    salmo 23    1P 2,20b-25    Juan 10,1-10

Muy queridos hermanos: celebramos el cuarto domingo de este tiempo de gracia, del tiempo de Pascua; y en esta celebración Eucarística, la palabra de Dios nos da a conocer su mensaje de una manera muy didáctica y pedagógica acudiendo a dos hermosas figuras: el Pastor (Jesucristo) y las ovejas (su pueblo); incluyendo además otro signo: la puerta.

Me gusta esta imagen: el pastor que guía a sus ovejas porque las conoce. ¡Solo quien conoce a los animales puede entender este evangelio proclamado hoy! Es evidente: Jesucristo conocía la familiaridad existente entre el pastor y su rebaño al que cuida y acompaña con particular esmero y dedicación. Es sorprendente constatar que las ovejas, las cabras y también las mascotas,  tienen una especial sintonía con su dueño, con su amo, con su pastor. Por instinto, el animal responde al afecto, al cuidado prodigado por su cuidador;  también atiende a las órdenes  del amo a quien reconoce; así, podemos constatar que el   rebaño irá donde le indique su pastor porque confía en él, porque él los llevará a encontrar con él pastos frescos y laderas donde descansar; porque no los hará entrar por puertas cuyo destino es incierto y desconocido 

Como lo hemos escuchado en las lecturas, Jesús es el buen Pastor que conoce y guía al rebaño; pero también es la puerta: “Yo soy la puerta por la que deben entrar las  ovejas” (Jn. 10, 7). Para el animal, la puerta es el paso a nuevos pastos, nuevas y mejores condiciones  en las que encontrará abundante comida y bebida; para el cristiano, la puerta es Cristo, y quien se encuentra con él, quien pasa por él, descubrirá una nueva forma de vivir en la que fruto del encuentro con Dios, la caridad, el amor, la fraternidad, la preocupación por el otro son el signo de haber pasado por la puerta, por quien nos ha dado acceso  al misterio de la divinidad porque el mismo : “Dios lo ha constituido Señor y Mesías” (Hch 2,36). 

Entrar por la puerta significa permitir que Jesús llegue hasta el fondo  del corazón del creyente quien tiene  la certeza absoluta de  que en Jesucristo se tiene acceso a Dios. Así, en él, en Jesucristo, se cumple  lo proclamado en el salmo 23 que escuchamos en  misa hoy. El Resucitado es la puerta por la que el discípulo puede ver  a  Dios: “que repara las fuerzas”, que lo acompaña por caminos oscuros. El discípulo anhela, desea, espera encontrarse con Dios y habitar en su casa: “habitaré en la casa del Señor por años sin término”.

Si hiciéramos una lectura de la realidad actual a partir de este mensaje; fácilmente podemos constatar que lo más fácil es entrar por la puerta ancha que nos deja inmersos en la sociedad  de consumo que  nos invitan a que compremos compulsivamente sin sentido ni necesidad; esta puerta también puede permitirnos el ingreso a un estilo de vida donde el esfuerzo, el sacrificio, la honestidad y la coherencia de vida  carecen de sentido puesto que se trata de vivir el “aquí y el ahora” sin tener en cuenta a las personas, a los valores y principios que deberían orientar nuestro recto caminar. Sin lugar a duda, entrar por la puerta ancha podría parecer más fácil; pero no podemos olvidar que en la mayoría de ocasiones,  las consecuencias para la vida generalmente suelen ser  funestas e irreversibles. 

Cuando entramos por la puerta angosta (Jesucristo), además de llenarnos de alegría, paz y gozo; descubrimos que podemos encontrarle sentido a nuestra vida, nos llenamos de fortaleza y entusiasmo para asumir con esperanza y fe lo que nos va ocurriendo en la vida permitiéndonos ir encauzando nuestras acciones y decisiones en torno a un proyecto de vida que tiene como centro a Jesucristo; y es allí, en las luchas, sufrimientos y alegrías de cada día donde el ladrón nos acecha esperando quitarnos lo que hemos construido con esfuerzo y sacrificio; es allí donde descubrimos el verdadero sentido de las palabras que escuchamos tomadas del Evangelio de Juan: El ladrón va al rebaño únicamente para robar, matar y destruir” (Jn 10,10).

En nuestras manos está la decisión de entrar o no por la puerta angosta que implica para nosotros los cristianos católicos fijar nuestros ojos en Jesucristo,  asumir su estilo de vida, su pasión por el Reino. Implica aprender de él la  capacidad para asumir las pruebas y persecuciones, que nos llevan a dar el paso para comprender toda la vida como una acción de confianza total en la voluntad de Dios. Se trata de  dejarse llevar por Dios, como  la  oveja necesitada  del pastor quien le abre la puerta para que pueda alimentarse, ver la luz, sobrevivir. Vivamos como aquel que  se fía plenamente en Jesús porque sabe que  sus palabras muestran la mejor manera de vivir a plenitud: “Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la  tengan en plenitud” (Jn 10, 10b).