Cuarto Domingo del Tiempo Ordinario

Jeremías 1,4-5.17-19    Salmo 71   1 Corintios 12,31-13,13   Lucas 4,21-30

 

¿Cuánto cuesta en la vida alcanzar el prestigio, la fama y el buen nombre?. Con esta pregunta quiero iniciar la reflexión en este cuarto domingo del tiempo ordinario.  No cabe duda que ninguno de nosotros está exento de buscar o alcanzar un poco de fama y de prestigio que en ocasiones es bien merecida. Tampoco podemos desconocer que estamos  muy influenciados por una sociedad mediática que con una palabra  puede construir o destruir la imagen y la vida de una persona. En ciertos ambientes sociales, económicos, políticos y artísticos  la consigna más importante se resume en esta frase: "que hablen bien o que hablen mal de uno no importa, pero que hablen". No cabe duda que el interés por el reconocimiento es válido; no así  la obsesión por "estar en el ojo del huracán" buscando ser reconocidos por  palabras y acciones que en el peor de los casos dividen, confunden y se constituyen como un mal ejemplo.

Los ambientes religiosos tampoco se escapan de este desmesurado interés por alcanzar la fama y el reconocimiento a cualquier precio. No es raro encontrar ministros, agentes de pastoral y hasta fieles que caen en la trampa de convertirse en personas que hablan y actúan solo con el interés de promoverse, de buscar adeptos y protagonismos que solo sirven para cultivar el ego. En el caso de aquel que habla en nombre de Dios, la responsabilidad es inmensa; porque más que ciencia y sabiduría, lo que debe procurar es  transmitir  es su experiencia del encuentro amoroso con el Señor; así sus palabras y acciones no tendrán otro sentido que el de mostrar el rostro amoroso de Dios que se transmite y proclama con entusiasmo y alegría. Bien lo afirma San Pablo: "aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe" (1 Cor 13,1).

Hoy la palabra de Dios nos deja un mensaje muy claro: si queremos ser auténtico profetas no debemos hablar para agradar a los demás sino para transmitir el mensaje amoroso de Dios siendo fieles a su propuesta salvadora. El verdadero profeta sabe muy bien quién es el que lo ha instituido como tal, reconoce que sus palabras provienen del encuentro con el mismo Dios quien lo ha creado, lo conoce y lo ha enviado a proclamar la buena nueva:  "Antes de formarte en el vientre te conocí; antes de que salieras del seno te consagré, te constituí profeta de las naciones" (Jr 1,5). Por eso, el profeta  no teme decir la verdad porque sus palabras  brotan del encuentro con Dios a quien ama porque lo ha conocido. Este encuentro amoroso y cercano con Dios fortalece la fe, da fuerzas y anima para la misión, concede fortaleza y alegría porque es la presencia misma de Dios quien acompaña y guía en medio de las dificultades; como lo afirma el Profeta Jeremías:  "ellos lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte" (Jr 1,19). Dicho lo anterior, podríamos afirmar que a  ningún testigo auténtico de Dios le importa seducir con sus palabras o congraciarse con su auditorio que le escucha porque ha sentido  en su vida  lo mismo que Jesús experimentó con los de su pueblo: " la verdad es que ningún profeta es bien acogido en su tierra" (Lc 4,24). 

La palabra de Dios estimula, fortalece, convoca, denuncia, tranquiliza, apacigua el corazón de los hombres y mujeres que atentos o no, esperan una palabra de consuelo y ánimo de sus pastores quienes, siguiendo a Jesús han de proclamar con entusiasmo que en Jesucristo, a pesar de la incomprensión de su pueblo,  se cumplen  todas las profecías hechas por el Padre porque él habla desde el corazón de Dios. 

Como Jesucristo y los auténticos pastores, también nosotros estamos llamados a pronunciar palabras que orienten y corrijan  sin tener que asustarnos por lo que decimos.  Como lo hacen los padres que con amor y claridad corrigen  a sus hijos, o los maestros que con su palabra y sus exigencias forman la personalidad de los niños y jóvenes a pesar de las resistencias de los mismos estudiantes e inclusive de algunos padres. El verdadero profeta, el auténtico cristiano también es un ciudadano comprometido con el cuidado y respeto por el bien público, por las instituciones legítimamente constituidas.

Siguiendo el ejemplo y enseñanzas de Jesús quien no declinó a pesar de las dificultades que se le presentaron; a nosotros nos ha de importar ser fieles a Dios, no la aprobación ni los aplausos de los otros. Aprendamos del Señor: "…y lo llevaron hasta un precipicio  del monte sobre el que se asentaba la ciudad, con ánimo de despeñarlo. Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó" (Lc 4,29-30)