Domingo 20 Del Tiempo Ordinario
Proverbios 9,1-6. Salmo 34 Efesios 5,15-20. Juan 6,51-58.
Seguramente a ustedes y a mí en varias ocasiones y ante las diferentes circunstancias que nos ocurren en la vida, nos han hecho la siguiente pregunta: ¿cuál será la voluntad de Dios?; es más , escuchamos también con frecuencia las siguientes expresiones: ¡Estaría de Dios! Esa era la voluntad de Dios!. Seguramente, desde nuestra fe y nuestras creencias responderemos que la Voluntad de Dios es que seamos felices, que nos realicemos como personas siguiendo las enseñanzas de su hijo Jesús.
Sería absurdo, descabellado y loco pensar que para alcanzar la felicidad deseada por Dios para nosotros, tengamos que pasar por el sufrimiento, por el dolor. Podríamos preguntarnos entonces que si estamos llamados a ser felices y dichosos, por qué tenemos que sufrir. Quizá la respuesta esté en aquellas antiguas creencias fatalistas que sostenían que disfrutar la vida y buscar la realización, no es un buen signo.
Algo quedó de siglos pasados en los que la consigna era sufrir ahora, para no hacerlo en la eternidad. Por eso era necesario, lastimarse, flagelarse, experimentar dolor que dominara las pasiones impidiendo vislumbrar un rayo de dicha y alegría; porque éstos solo eran posibles en la vida eterna. En esta dura manera de comprender la vida y la relación con Dios fueron educados nuestros antepasados para quienes la alegría y el placer eran considerados como pecaminosos y poco agradables a Dios.
Si bien es cierto miramos este pasado doloroso como algo poco coherente con el querer de Dios; no es menos cierto que de esa vida cuyo escenario era el dolor, se ha pasado a una vida cuyo escenario es el placer hedonista y desenfrenado que endiosa las experiencias sensuales generando consecuencias desastrosas de dolor, vacío, sufrimiento, indignidad y muerte. Es aquí donde la voz de Dios a través de la Carta a los Efesios se constituye como un llamado a la cordura, a la sensatez, a la vivencia de una vida coherente con los valores y principios que hemos recibido: "Por lo mismo, no seáis insensatos;antes bien, tratad de descubrir cuál es la voluntad del Señor" (Ef 5,17)
Algo más hay que añadir. Para descubrir cuál es la voluntad de Dios para nosotros se requiere de un contacto personal con él, se necesita del encuentro, de la escucha de la palabra, de la conversación amena y sencilla con un amigo a través de la oración, del compartir con todo aquel que el mismo Dios ha puesto en nuestro camino. Para eso estamos aquí reunidos en el domingo, día del Señor. Para celebrar con él y con nuestros hermanos, para alimentarnos con su palabra y con su cuerpo, para escuchar con atención su mensaje y así entender que la vida es ese tesoro invaluable que el mismo Dios nos ha dado y que en ella encontraremos la felicidad.
En este sentido, las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan pueden darnos muchas luces al respecto de lo que estamos meditando. Al proponerse el Señor como el pan vivo bajado del cielo afirmaba: "El Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por él. Así también, el que me coma vivirá por mí" (Jn 6,57). Así, nuestra vida es alimentada permanentemente por la vida amorosa del Padre del cielo que lleno de bondad nos ha creado por amor, nos ha redimido en Jesucristo y nos acompaña, palpita y fortalece haciéndose solidario con nosotros con la fuerza de su Espíritu.
Solo aceptando al Señor, recibiéndolo en nuestra propia existencia podremos descubrir cuál es su voluntad, qué es lo que quiere de nosotros. Aceptemos con humildad y fe que para poder seguir adelante en la búsqueda y cumplimiento de la voluntad de Dios sobre nosotros debemos reconocer y aceptar las palabras de Jesús expresadas por el Evangelista Juan: "mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida"(Jn6,55).
Permitamos que Dios mismo viva en nosotros para experimentar toda la potencia del amor que transforma, fortalece produce la felicidad y la dicha que necesitamos para cuidar el único tesoro que tenemos: nuestra vida. Alimentémonos de él y hagamos propias las palabras de Jesús: "El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6,56).