Domingo 24 Del Tiempo Ordinario

Isaías 50,5-9a.   Salmo 116.   Santiago 2,14-18.   Marcos 8,27-35.

No quiero dejar pasar la oportunidad que nos brinda la liturgia de la Palabra en este vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario, para reflexionar en torno a dos situaciones que ocurren en la vida. Me refiero al  éxito y al fracaso.  Más de una vez repetimos el adagio popular "el que sube como palmera, baja como coco"; tal vez haciendo referencia al cuidado y las actitudes  que “nos podrían preparar” para el éxito y también para el fracaso. Cualquiera agradece el estímulo que proviene de las palabras amables y alentadoras; éstas nos permiten adquirir confianza en sí mismos y en los demás, nos ayudan a  fortalecer los propósitos y compromisos que permitirán alcanzar metas y  reconocimiento deseado. Crecer, avanzar, progresar  es vital y necesario para todos. Al lado de ello, no se puede desconocer que estas mismas palabras pueden ser tanto o más útiles y oportunas cuando nos encontramos delante del  fracaso, frente a resultados no esperados, ante el  dolor cuando las cosas no salen  bien.

No es raro constatar que  algunas personas después de haber vivido épocas de éxito y reconocimiento; se ven abocados al retiro, la jubilación y el abandono de aquello que era considerado esencial para la vida. De un momento a otro manifiestan sentirse solas, abandonadas, carentes de sentido al verse enfrentados a situaciones para las cuales “no se habían preparado”. Cuando las cosas no funcionan y no surgen por ningún lado las palabras halagadoras, motivantes y esperanzadoras; la pregunta por lo que se ha hecho irrumpe con una inobjetable fuerza: ¿de qué  ha servido, ganar, acumular y vencer?.

Ante situaciones como la descrita y delante otras que la vida nos permite vivir desde el dolor, la tristeza y el aparente abandono; las palabras del cantico del siervo sufriente de Isaías en la primera lectura de hoy aparecen como una respuesta de Dios que nos llena de esperanza y consuelo:"El Señor me ayuda, por eso soportaba los ultrajes, por eso endurecí mi rostro como el pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado" (Is 50,7).Los profetas, como Isaías,  lograron descubrir que aun haciendo cosas maravillosas con la fuerza que Dios les daba, el cumplimiento de la misión encomendada por el mismo Dios implicaba asumir una carga de persecución que los arrinconaba perversamente. De un momento a otro las palabras de alabanza y las actitudes de reconocimiento ante lo que hacían, se transformaban en persecución, insultos y desconocimiento de la obra de Dios que operaba a través de ellos. A pesar de ello, todos, sin excepción, pudieron integrar al éxito de la misión encomendada por Dios la dimensión de rechazo e incomprensión de los demás. Ellos sabían, confiaban, estaban seguros de que Dios estaba con ellos y por tal razón,  ni el dolor, el sufrimiento o la muerte los podrían vencer.

Es en este mismo sentido  comprendemos como por qué para ser auténticos y verdaderos discípulos del Señor, debemos recorrer el mismo camino hecho por Jesús.  Esta afirmación la corrobora Marcos en el Evangelio cuando nos muestra de una hermosa manera, como en un primer momento los discípulos no alcanzan a distinguir en su respuesta  lo teórico de aquello que implica la vida real. Marcos no aplaude la respuesta exacta de Pedro frente al interrogante formulado por Jesús: "¿quién decís que soy yo?".  El Evangelista se detiene, hace énfasis en la reacción de rechazo instintivo de Pedro frente al aparente fracaso del proyecto de Jesús que terminará con la  muerte. Es evidente que a Jesús no le interesan las alabanzas, los reconocimientos o las palabras amables o alentadoras. Para Dios, el proyecto de Jesús que los hombres consideraban como fracaso, es el mayor testimonio de amor, de éxito del Plan que Dios ha tenido para con la humanidad.

A Dios no le interesan las respuestas teóricas e instintivas del hombre; prueba de ello es el testimonio de Jesús, su entrega sacrificada, amorosa y desinteresada.  Para Jesucristo solo satanás y lo que viene de él, puede rechazar el postulado de una vida gastada en la donación, el amor y la entrega por los demás; porque  para el mal es   impensable renunciar a sí mismo abandonándose en las manos del Padre amoroso.  Así, la vivencia auténtica de la fe encuentra pleno sentido cuando hacemos vida, cuando nos apropiamos con convicción, certeza y esperanza de las palabras del Maestro: "Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mc 8,34).

Pensar que el éxito en la vida esta, como se dice coloquialmente en ganarlas todas, es realmente ingenuo. La vida también está hecha de fracasos, de momentos difíciles en los que descubrimos nuevas realidades que asumimos con fe y fortaleza porque nos sabemos confiados en el amor de Dios, en la compañía de su Espíritu. Ir por el camino de Jesús significa darse, ser generoso, desprenderse de todo, hasta de sí mismo,  porque: " el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia la salvará" (Mc 8,35)