7º Domingo del Tiempo Ordinario
Levítico 19,1-2.17-18 Salmo 103 1 Co 3,16-23 Mateo 5,38-48
Un mensaje claro nos deja la palabra de Dios que hemos escuchado en este séptimo domingo del tiempo ordinario: la importancia de cuidar y fortalecer las relaciones con los demás a partir del cumplimiento de la voluntad de Dios. Un ejemplo de ello es el mensaje del libro del Levítico: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo. No odiarás a tu hermano, sino que lo corregirás para no hacerte culpable por su causa” (Lv 19, 2.17). Creo que todos estamos de acuerdo en la importancia que tiene el vivir en paz, buscando el perdón y la reconciliación a partir de la caridad y la corrección fraterna. Nadie que se reúna en el nombre del Señor puede pensar o interpretar que la voluntad de Dios esté relacionada con dañar a alguien o buscar su destrucción; por el contrario, nos reunimos como cristianos para celebrar el amor, la fe y la reconciliación a pesar de nuestros pecados y debilidades, porque estamos convencidos de que seremos amados y perdonados por Dios.
Cuando en nuestras relaciones diarias con los otros tenemos como ley el “ojo por ojo y diente por diente” nos involucramos en un devastador e interminable remolino de destrucción que siempre nos deja mal y nos somete a desgracia y dolor. Cuando deseamos responder al mal con más maldad debe resonar la voluntad de Dios en cada uno para recordar cuál es la verdadera perfección: “Pero yo os digo que no hagáis frente al que os hace mal; al contrarios, a quien te abofetea en la mejilla derecha, preséntale también la otra…” (Mt 5,39).
Jesús no quiere que actuemos movidos por el temor que pueda infundir en nosotros el poder destructivo del mal. El buen discípulo no actúa de manera cobarde silenciando su voz por miedo o temor a las represarías que puedan ejercer los otros sobre él. No ha de movernos nada más que el amor; por eso los discípulos de Jesús no huimos, tampoco atacamos, solamente amamos en la perfección divina como el mismo Señor nos ha mandado: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. De este modo, seréis dignos hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5,44)
Es en este sentido como podemos afirmar que en medio de nuestra fragilidad; Dios nos ha creado como templos del Espíritu Santo que habita en nosotros y nos ayuda a la construcción de relaciones basadas en el amor, el perdón, la fraternidad y la misericordia; actitudes propias de quien le ha permitido a Dios habitar en lo más profundo de su ser. De allí que la invitación de Jesús consignada en el Evangelio de San Mateo se constituye para nosotros los cristianos católicos como una máxima para la vida: “Vosotros sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Dios, el Padre, nos conoce, sabe que es lo que hay en el corazón de cada ser humano. Como buen Padre confía en nosotros y espera que no actuemos movidos por el miedo o la venganza; por el contrario, sabe que con la ayuda del Espíritu Santo podremos hacer realidad el Reino de Dios en medio de nosotros.
Nos reunimos en este encuentro familiar con el Señor para que la gracia que hemos recibido en el bautismo nos permita ser agradecidos y corresponsables con el Padre amoroso: “que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Como resultado de nuestra oración y reflexión dominical en esta eucaristía, vayamos a casa con el compromiso de establecer relaciones caracterizadas por la fraternidad y la caridad; busquemos solucionar las dificultades que tenemos con las personas haciendo realidad el perdón y la reconciliación de la que tanto hablamos en estos tiempos.