TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

Sofonías 3,14-18A    Salmo (Isaías 12)      Filipenses 4,4-7       Lucas 3,10-18

El ambiente de alegría y fiesta que acompaña estas celebraciones de adviento es notorio y contagioso. Por donde transitamos observamos y disfrutamos del colorido de las luces y los arreglos que engalanan las avenidas, parques y centros comerciales. También nuestra casa, nuestro hogar, se viste de luz y alegría cuando compartimos el pan y los recuerdos alrededor de la mesa a la cual pocas veces nos sentamos todos.  Conversar, comer, bailar, pasear se constituyen como oportunidades maravillosas para reconciliarnos, para compartir y recuperar  esos encuentros donde la fraternidad, el cariño y el aprecio se hacen visibles a través de la sonrisa, el abrazo y el apretón de manos; verdaderos signos de  paz y fraternidad. 

Desafortunadamente este ambiente de regocijo  se ve empañado por situaciones que nada tienen que ver con la alegría de los cristianos.  El desmedido consumo de alcohol y de drogas, y la irresponsabilidad de los adultos convierten algunas celebraciones en espectáculos verdaderamente bochornosos. Agresiones personales, daños al bien común, accidentes automovilísticos y hasta  violencia a algunos de los miembros de la familia son el pan de cada día de los noticieros e informativos.  Será tal la falta de criterio en las celebraciones; que algunos consideran que usar pólvora y hacer disparos al aire son expresiones de alegría; olvidándose que las secuelas de dichos actos se evidencian en el rostro de los niños y adultos quemados y en el dolor de los familiares que entierran a su seres queridos por causa de las balas perdidas.

La palabra de Dios de este tercer domingo de adviento nos invita  a recuperar el verdadero sentido de la  alegría. Nos dice el texto de Filipenses: "estad  siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres" (Fl 4,4).  La alegría a la que se nos invita es un don del Espíritu, fruto de una vida bondadosa, agradecida y esperanzada por la cercanía salvadora de Dios. La alegría que proviene de la cercanía con Dios es diferente de la alegría que nos ofrece el mundo. La alegría que viene de Dios no es simulada, ni producida por estimulantes emocionales que luego generan  tristeza y depresión. La alegría divina proviene de aceptar el estilo de vida propuesto por Jesucristo, alegría que necesariamente lleva a la paz del hombre que ha aceptado vivir como Dios quiere: " Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús" (Fil 4,7)

Ahora bien, ¿cómo logramos que ese don precioso que es la alegría verdadera se afiance en nuestra vida?.  Tendríamos que preguntarnos lo mismo que le preguntaron a Juan el Bautista: "¿qué tenemos que hacer? (Lc 3,2). El mismo Lucas nos da la respuesta en el Evangelio que hemos escuchado: la verdadera alegría nace del compartir "El que tenga dos túnicas, que le dé una al que no tiene…y el que tenga comida que haga lo mismo" (Lc 3,11). También nos dice Lucas que nadie puede ser feliz si se le ponen más cargas de las debidas;  afirmará Juan el Bautista: "No exijáis nada fuera de lo fijado" (Lc 3,3). Pero sin lugar a dudas nadie  puede construir la verdadera alegría apartándose de Dios,  desde la oscuridad del mal: "No uséis la violencia, no hagáis extorsión a nadie, y contentaos con vuestra paga" (Lc 3,14b). 

En éste mismo sentido, el Santo Padre Francisco afirmará que la alegría es algo que no viene de motivos coyunturales, del momento: es algo más profundo. Es un don. Es como una unción del Espíritu Santo. Y la encontramos en la seguridad de que Jesús está con nosotros. La alegría  “es una virtud peregrina, un don que camina con Jesús”.

Pidamos al Señor que nos bautice "con Espíritu santo y fuego" en este año jubilar de la misericordia  de tal manera que podamos recuperar la auténtica alegría cristiana para poder darle sentido a nuestra vida y colaborar para que la vida de los otros sea más feliz.