Duodécimo (XII) Domingo Del Tiempo Ordinario

Job 38,1.8-11.     Salmo 106.    2 Corintios 5,14-17.     Marcos 4,35-40

Seguramente muchos de nosotros en algún momento de la vida hemos experimentado que nuestras fuerzas e incluso nuestra fe se ve opacada por el desánimo, el pesimismo y la falta de confianza en otros y en el mismo Dios; pensamos incluso que el poder del mal se apodera de nosotros y llegamos a pensar que estamos solos y abandonados. Nos preguntamos entonces, como lo han hecho muchos cristianos de todos los tiempos, lo mismo que la palabra de hoy se preguntan: ¿Se queda Dios dormido ante el poder del mal?.

Hoy, en el duodécimo domingo del tiempo ordinario, la liturgia de  la palabra nos muestra dos situaciones que, aunque aparentemente distintas, guardan relación en torno a las respuestas que Dios y Jesús dan a los interrogantes que les formulan los hombres que  sienten que Dios los ha dejado solos, que se ha quedado dormido ante el poder del mal.

Ante el interrogante sobre la actitud pasiva de Dios frente a lo que le sucede al hombre, podemos ver como aún en el Antiguo Testamento el pueblo siente algo de temor ante Dios a quien consideran como todo poderoso e  inalcanzable ante lo cual  prefieren callar por temor a ofenderlo. Esta  es la  actitud que se ve reflejada en las palabras y acciones de Job a quien Dios le pregunta: ¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía a borbotones del seno de la tierra? (Job 38,9).A diferencia de los temerosos, otros  tomarán la decisión de  alejarse de Dios al considerar que él permanece lejos de ellos, indiferente ante el dolor, ajeno a la tragedia, a la muerte injusta de tantos hombres y mujeres inocentes.

En el Nuevo Testamento, el relato del Evangelista Marcos muestra como los discípulos del Señor también sintieron miedo e interrogaron al maestro sobre lo que les sucedía.  Ellos van atravesando el lago en medio de la tormenta observando como el maestro, Jesús va “dormido” sin interesarse por lo que pasa con la fuerza de las aguas y preguntan a Jesús: ¿Maestro, ¿no te importa que perezcamos? (Mc 4,38).La pregunta evidencia la existencia del miedo, la falta de confianza que tienen los discípulos en quien los acompaña en la barca. El mismo el Evangelista va a mostrar luego que el poder de quien aparentemente va durmiendo (de Jesús) es mucho mayor y más poderoso que la tormenta,  que el miedo y el temor de sus discípulos. Nos deja ver como  la Palabra del Maestro transforma,  tranquiliza, calma, apacienta el corazón abatido de los discípulos: "Él se levantó, increpó al viento y dijo al lago: -¡ Cállate¡ ¡Enmudece¡" (Mc 4,3)9.

Sin lugar a dudas, evidenciamos que el poder del mal es estruendoso y tan fuerte que en ocasiones llegamos a pensar que podrá hundir nuestra barca, nuestra vida. También constatamos que los golpes furiosos de las olas del mal se constituyen para nosotros como un remezón, como una llamado de atención a la forma como actuamos, como vivimos. Al igual que ocurrió con los discípulos, las palabras de Jesús,  nos  cuestionan como él lo hizo después de acallar el  ímpetu de las aguas:" ¿ Por qué sois tan cobardes? ¿Todavía  no tenéis  fe?" (Mc 4,40).

¿Por qué pensar que Dios guarda silencio frente al poder del mal?. Será mejor  hacer memoria de su acción salvadora que es permanente porque nos ha prometido que nunca nos abandonará. Dios es fiel y bueno con nosotros. En Jesucristo ha mostrado como se ha de vivir en todo momento. Aunque experimentó  la dureza del calvario y la crucifixión; el mismo Señor no dejó de confiar en su Padre bueno y fiel. Jesús, sabía, estaba seguro  que su Padre iría por él hasta el abismo profundo de la muerte y lo rescataría dándole poder absoluto y  haciéndonos partícipes también a nosotros  de esa vida gloriosa: "De modo que si alguno vive en Cristo, es una nueva criatura; lo viejo ha pasado y ha aparecido algo nuevo" (" Co 5,17)

Después de escuchar y reflexionar sobre esta experiencia salvadora de Jesús a sus discípulos, dejemos de preguntarnos por la supuesta indiferencia de Dios ante lo que vivimos, ante el sufrimiento y el dolor. Reconozcamos que Dios ha manifestado la  plenitud de su amor en su hijo amado Jesucristo. El mismo Dios ha querido que su hijo cure las heridas de los enfermos, los tristes, los desamparados, los que sufren. Acoger al Jesús significa confiar en él  dejando  que nos invada con sus enseñanzas, con su amor que acallará las tormentas interiores que nos llenan de miedo, de temor, de angustia ante lo que nos pueda pasar.

Dejemos que Jesús sea el capitán de nuestra barca. Experimentemos  la alegría y seguridad de navegar atravesando cualquier clase de tormenta que se nos presente, porque el Señor esta siempre con nosotros, nos acompaña, nos invita a seguirle con profunda fe a través de la oración diaria y la  práctica asidua de la caridad.