PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
Jeremías 33,14-16 Salmo 24. 1 Tesalonicenses 3,12-4,2. Lucas 21,25-28.34-36
Realmente ya se siente otro ambiente a nuestro alrededor. Algunos identifican este tiempo con "la temporada navideña" y otros con "el inicio de las fiestas de fin de año". Aunque no estamos regidos por las estaciones climáticas, si es claro que para el creyente, el alejado y hasta el no creyente, empieza un tiempo especial o por lo menos diferente.
El reto para los que participamos en la vida de la Iglesia es muy interesante porque en este último tramo del año, lleno de bautismos, primeras comuniones y fiestas de todo tipo, comenzamos un nuevo año litúrgico con el tiempo del Adviento. Esto requiere que en el agite comercial y festivo que ya ha comenzado, la comunidad de los creyentes también es participe, es decir que: festejamos, celebramos, compartimos los momentos, nos alegramos con los otros sin olvidar el auténtico y verdadero sentido de estas fiestas: La alegría de saber que Dios se hace hombre y como tal, nos alegra la vida.
Al comenzar este tiempo de gozo y alegría, como creyentes acudimos a prácticas tan hermosas y significativas como la corona de adviento, y ya que hemos encendido la primera de las cuatro velas de la corona, bien vale la pena acudir a la Palabra de Dios y empezar a vivir esta temporada con el sentido espiritual y esperanzador que encierra este tiempo. Iniciamos este nuevo ciclo de celebración de los misterios de salvación reconociendo que el Señor cumple todas sus promesas de bendición y salvación en Jesucristo, él es: "el germen de justicia, que practicará el derecho y la justicia en la tierra" (Jr 33,15). Sin su presencia salvadora en medio de nuestros festejos, la alegría se hace pasajera, la celebración termina en tristeza y el compartir con otros en actos de hipocresía y superficialidad. Podríamos afirmar entonces que si el Señor no llega a nuestra vida, si no lo acogemos con la humildad con la que se nos presenta, la misma vida, nuestra historia personal y familiar, el acontecer de la sociedad y todo lo que en ella ocurre se hace difícil, absurdo y oscuro.
Los relatos que hemos escuchado hoy nos dejan ver como la llegada de Jesús a la vida de los discípulos quedó grabado en el corazón de los primeros creyentes de tal forma que su presencia transformó el corazón, modificó significativamente el transcurrir de sus vidas. Realmente era algo sobrenatural; los primeros cristianos lo intentaron describir como una experiencia "astronómica" porque les cambió radicalmente la existencia y todo su universo.
Llenos del Espíritu, los cristianos fueron capaces de proclamar que el universo entero y la historia de todos encontrará total plenitud y sentido en Cristo; y por eso ninguna persona ni acontecimiento podrá llegar a tener más valor que la venida del hijo de Dios al mundo. Desde ese instante, aquí, ahora y hasta que vuelva proclamarán su segunda venida e intentarán vivir tratando de no perder este horizonte esperanzador: "Procurad que vuestros corazones no se emboten por el exceso de comida, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, porque entonces ese día caerá de improviso sobre vosotros" (Lc 21,34)
El tiempo de adviento, la preparación para la venida de hijo de Dios ha de ser para nosotros los creyentes una oportunidad para vivir en la humildad que el mismo Jesús nos enseñó. Tendremos que acrecentar nuestra “vigilancia espiritual” que no nos dejemos devorar por la obsesiva necesidad de comprar endeudándonos, gastando más de lo debido olvidándonos de lo central: la caridad, la generosidad, con los más pobres y necesitados que en ocasiones están en nuestras propias familias.
Si dejamos que el derroche y el festejo desenfrenado se apodere de nuestra vida, de nuestros espacios, de nuestros tiempos, seguramente sentiremos el vacío y la tristeza de no habernos preparado de manera adecuada para recibir al Salvador haciendo que se fortalezcan más nuestras propias miserias y esclavitudes personales y sociales: "En fin, que cuando Jesús, nuestro Señor, se manifieste junto con todos sus santos, os encuentre interiormente fuertes e irreprochables como consagrados delante de Dios, nuestro Padre" (1 Tes 3,13)