Quinto Domingo del Tiempo Ordinario

Isaías 6,1-2A.3-8   Salmo 137    1 Corintios 15,1-11    Lucas 5,1-11
 
 

Durante los anteriores domingos hemos centrado nuestra reflexión y nuestra oración dominical en el poder de la Palabra, hemos visto cómo ésta palabra, la Palabra de Dios, transforma el corazón del hombre y la mujer que con fe la escucha y la pone en  práctica. En este quinto Domingo del tiempo ordinario, a partir del mensaje de las lecturas que hemos escuchado, quisiera centrar mi reflexión sobre la forma como vemos la vida y cómo ésta forma de ver puede determinar nuestras acciones y nuestras decisiones.

La vida no se ve, no se vive de la misma manera en las distintas etapas por las que pasamos.  No es lo mismo para un joven que para un viejo. Seguramente el joven que empieza a  abrir sus ojos al mundo y a las responsabilidades; puede experimentar cierta incertidumbre al ver el largo camino que le queda por recorrer; camino que por la  falta de experiencia y  los cuestionamientos permanentes sobre lo que vive o vivirá parece ser incierto y en ocasiones muy difícil de transitar. Del otro lado, está el hombre mayor o la mujer que después de muchos años de caminar por el sendero de la vida ve todo más reposado porque sabe que lo vivido ya pasó y que las alegrías fueron muchas; como también lo fueron las tristezas y los errores que le causaron profundos dolores fracasos que le ayudaron a descubrir el verdadero sentido de la vida.  Podríamos decir entonces que  la mirada que tengamos sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre la realidad, parece determinar la manera como percibimos lo que nos ocurre y porqué no decirlo; determinará en gran medida el camino que tomemos; camino en el que nos encontraremos ineludiblemente con momentos de alegría, dicha, felicidad, tristeza y desconsuelo. 

Ante lo anterior, podemos también constatar que cuando nuestra mirada no va acompañada de la fe, la vida se vuelve triste, lúgubre y oscura. No importa la edad, la cultura, el lugar de procedencia o si se es hombre, mujer, rico, pobre; el mundo y la vida con sus retos, problemas y posibilidades nos sobrepasan y ante ello debemos tomar una actitud diferente. No podemos atemorizarnos,  sentirnos pequeños, insignificantes, como le sucedió al profeta Isaías: "¡Ay de mí, estoy perdido¡ Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros…" (Is 6,5 ); al contrario, la Palabra de Dios que ha sido proclamada hoy nos recuerda de muchas maneras que el Señor ha estado, está y estará siempre con nosotros animándonos, dándonos su aliento y su espíritu y su  gracia porque El sabe quiénes somos y de dónde venimos, y porque nos conoce nos ama y nos llama ha derramado su gracia en nuestros corazones para que la transformemos en actitudes de amor, fraternidad y caridad hacia los demás: "Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí" (1 Co 15,10 .

Quizá lo que nos falta es un poco más de fe, de confianza en la Palabra redentora de Jesús. Podríamos  seguir el ejemplo de Pedro según nos lo cuenta Lucas en el evangelio: Pedro, siendo un diestro pescador no recogió nada, hasta que obedeció a Jesucristo: "rema mar adentro y echa las redes para pescar" (Lc 5,4 ). Aunque la realidad nos desborde, el entusiasmo se pierda, o la incertidumbre nos acompañe; la confianza en el Señor no se debe perder porque hemos sentido en lo profundo del corazón que nos ama y nos llama a seguirle. Jesucristo, el Señor, confía en nosotros, nos conoce hasta lo más íntimo de nuestro ser y en medio de esta realidad quiere que seamos cada vez mejores discípulos que como Pedro, seamos capaces de obedecer su voz y echar las redes en el mar de la vida con la confianza en que la pesca será abundante en amor, paz y misericordia.

Los apóstoles de Jesús nunca olvidaron que él los llamó para que fueran pescadores de hombres. La fuerza para anunciarlo y transformar el mundo la encontraron en el encuentro con él, en la escucha de su palabra y en la imitación de sus obras. Lograron entender que así como el Padre del cielo sostenía a su Hijo amado, ellos y todos los que hasta hoy le seguimos, también encontramos en la Palabra de Dios la fuerza, el valor y creatividad  para continuar sin temor con la misión que nos ha encomendado.

Que nosotros también, hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos, venzamos el temor de anunciar con nuestras obras y palabras el mensaje salvador de Jesucristo. Vivamos con alegría la vocación a la que hemos sido llamados, cumplamos a cabalidad la misión que hemos recibido del Señor, fortalezcamos la mente y el corazón con la oración, la participación en los sacramentos y la práctica de la caridad en éste año de la misericordia del Señor.  El, el Padre bueno, nos dará el valor para hacer lo mismo que hicieron  los primeros seguidores de Jesús: "Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron" (Lc 5, 11)