Solemnidad de la Santísima Trinidad

Éxodo 34,4b-6.8-9      Salmo Daniel 3      Corintios 13,11-13   Juan 3,16-18


Es hermosa la manera como desde el antiguo testamento se percibe a Dios, las más antiguas tradiciones bíblicas lo presentan como aquel que desea estar en medio de su pueblo: “El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí” (Ex 34,5). A diferencia de  “otros dioses” a quienes les complacen excesivos sacrificios, y  poseen inmensos santuarios. El Dios de Israel se descubre diferente, es verdadero porque es “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34,6). En muchos episodios de la historia del pueblo de Israel podrán concluir que un Dios así, no cabe en un santuario hecho por manos de hombres, lo más cercano a su trono son las cumbres de los montes, lo más parecido al techo de su templo es la bóveda del cielo.


En coherencia absoluta con lo que Dios había dejado ver de sí mismo en el antiguo testamento, Jesucristo lleva a las máximas consecuencias en su persona y en su mensaje la presencia de Dios: “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3,16). Jesús no elaboró un discurso filosófico, que probara la existencia de Dios, al contrario lo vivió como su Padre amoroso que hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos. Jesús no escribió un vademécum acerca de las “propiedades intrínsecas de Dios” sencillamente a través de ejemplos entendibles para todos mostró como era de bondadoso, misericordioso y amoroso con todos. El Señor mostró de una manera única y formidable quién era su Dios recordándole a todos  la predilección que tenía por los anónimos de este mundo: los pobres, las viudas, las mujeres, los niños y las víctimas.


No podría ser Dios, si no hubiera tomado como causa suya al hombre y su permanente búsqueda de sentido. Por eso en Jesucristo, encontramos plenamente a Dios, el sentido de nuestra vida y de nuestra salvación: “Dios no mandó su hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”(Jn 3,17). Los creyentes pudieron entender que la acción de Dios no terminaba nunca, Él es siempre fiel y leal, como lo fue en la creación, como lo fue al resucitar a su Hijo, como lo sigue siendo al fortalecernos y vivificarnos con su Espíritu. Sigue real, no ha muerto, continúa sorprendiendo al mundo que se distrae continuamente arrodillándose en “lujosos ídolos de barro”. El auténtico Dios revelado en Jesucristo, sigue manifestándose de la manera más poderosa y gloriosa que pueda habernos mostrado su Hijo, habitando en nosotros en el amor:  “El Dios del amor y de la paz estará con vosotros” “ (2 Cor 13,11)


Quiero invitarlo a que haga camino con el Dios de Jesucristo, no hay otra manera para demostrar su existencia (si es que tanto le interesa eso), que no sea dejando que Él mismo vaya mostrándose en su vida y en su historia. Pero sobre todo, tenga la seguridad que lo irá descubriendo en la vida de Jesucristo, en ella todos descubrimos cómo puede habitar Dios y que puede hacer Él en nosotros cuando lo dejamos actuar plenamente. Esto es lo más grande y hermoso: Dios vive en nosotros y nunca se alejará de nuestro corazón porque nos ama.