Solemnidad Del Cuerpo y La Sangre De Nuestro Señor Cristo
Éxodo 24,3-8. Salmo 116. Hebreos 9,11-15. Marcos 14,12-16.22-26
De nuevo, como cada domingo, la Iglesia nos invita a celebrar la vida, el amor, la fe en Dios, en el misterio de la Salvación que el Padre ha realizado en su Hijo por la Fuerza del Espíritu Santo. Misterio que se expresa en la renovación de las promesas, de la alianza que Dios ha hecho con el hombre y que ha cumplido en todos los tiempos y que festejamos, recordamos y vivimos de manera especial al celebrar hoy la solemnidad del cuerpo y la sangre de Cristo.
Como se narra en la Sagrada Escritura, Dios ha manifestado de muchas maneras su alianza, la predilección por su pueblo liberándolos de la esclavitud de Egipto, acompañándolos en todo momento y permaneciendo fiel a pesar de que el pueblo lo haya cambiado, lo haya traicionado adorando ídolos e imágenes que como el becerro de oro no representan lo que el Buen Dios es. A pesar de ello, Dios se ha mantenido fiel a su amor; con sus acciones manifiesta su inamovible voluntad de estar al lado de su pueblo Israel; hecho que reclama una respuesta de quienes lo han proclamado como su Dios: "obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho el Señor" (Ex 24,7). Así, la alianza establecida con Israel en el Antiguo Testamento: “Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo” se sella con sangre de novillos, tal como lo proclamará Moisés: "Ésta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros según las cláusulas ya dichas" (Ex 24,8)
En el Nuevo Testamento, relatos como el de San Marcos que escuchamos hoy nos muestran que en el contexto de la pascua judía, la alianza establecida por Dios y los hombres es ahora renovada no por la sangre de corderos o novillos, sino por la Sangre del mismo Jesús, el hijo de Dios que se ha entregado proclamando con su testimonio que Dios sigue siendo el Padre bueno, fiel y bondadoso. El Señor va a confirmar con su vida, es decir con su sangre, la alianza eterna que sellará su Padre con la humanidad.
Todas las acciones de Jesús han permitido ver a sus discípulos el amor y la predilección que Dios ha tenido por la humanidad. El deseo de compartir la última cena con sus amigos tendrá un objeto fundamental en la vida y memoria de los creyentes: hacerlo presente siempre mostrando como su amor y fidelidad vencen hasta la muerte misma. Las palabras de Jesús: "Tomad, esto es mi cuerpo" (Mc 14,22) y "Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, que se derrama por todos" (Mc 14,23), poseen una fuerza especial: mostrar que el Señor estará siempre presente en medio de quienes se reúnen en su nombre porque El continua entregándose sin temor y sin reservas.
Al reunirnos hoy para celebrar la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo , reconocemos nuestro deseo por seguir cumpliendo la voluntad de Dios, porque hacemos presentes con nuestras obras y palabras lo que Dios quiere de nosotros: que cumplamos su voluntad, que nos amemos los unos a los otros como él nos amó al entregarse por amor y al querer quedarse presente en la Eucaristía.
En este sentido, podríamos preguntarnos por el sentido, por el significado que como Cristianos Católicos le estamos dando a la Eucaristía. Es posible que algunos de nosotros nos hayamos apartado, “desconectado”, alejado de la celebración de la Eucaristía; que la hayamos apartado de nuestra vida. Tampoco es extraño constatar que muchos bautizados no han vuelto a asistir a misa desde el día de su primera comunión. Tal vez en algunas comunidades la participación en la eucaristía se ha vuelto privilegio de algunos que tienen la exclusividad para leer en la misa, para cantar o para desempeñarse como servidores del altar. No es extraño que algunos ministros presidan con desgano y sin fe la celebración de éste sacramento. Sin embargo, también hoy, como en el antiguo testamento y como ocurrió en la primera eucaristía, Dios sigue siendo fiel a su promesa; sigue manifestándose apasionado y enamorado por sus hijos, por su Iglesia; porque continúa renovándonos y salvándonos en el cumplimiento del pacto de amor, de la alianza que ha establecido con nosotros.
Podríamos afirmar entonces que a pesar de que los fieles y los ministros de la Iglesia no somos dignos de tanto amor y misericordia por parte de Dios; en términos eucarísticos, al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo nos renovamos y santificamos, nos hacemos uno con el Padre porque celebramos la entrega amorosa del Hijo que quiso quedarse y entregarse en cada celebración. Vivamos cada misa y cada encuentro con el Señor en la adoración eucarística como una oportunidad magnífica de renovar nuestra vida uniéndola al proyecto de Jesús: la construcción del Reino de Dios, su Padre: " ¡...pues él ha borrado con su muerte las transgresiones de la antigua alianza, para que los elegidos reciban la herencia eterna que se les había prometido" (Hb 9,14)