Domingo 30º de Tiempo Ordinario
Me llama poderosamente la atención el mensaje que la palabra de Dios quiere dejarnos en este trigésimo domingo del tiempo ordinario: “Antes que todo, es necesario poner la confianza en Dios, antes que ponerla en nosotros mismos”.
No es difícil constatar la existencia de personas que le dan mayor valor e importancia a la apariencia antes que a la autenticidad, a la verdad, a la transparencia. Importa demasiado demostrar que se tiene mucho poder, dinero y fama para lograr convencer a los otros de lo beneficioso que les resultaría ser nuestros amigos. Muchas relaciones de amistad o noviazgo se establecen a partir de lo que no somos, de la apariencia, de mostrar al otro lo que no es real; se pretende conquistar gracias a la gran capacidad de “tramar”, es decir, de hacer pensar al otro que realmente la mejor decisión que puede tomar es que esté con nosotros; porque “somos el mejor producto que puede adquirir”. Por supuesto, tarde o temprano la decepción es inmensa cuando nos damos cuenta que lo que decimos y hacemos no está respaldado por el testimonio, por la coherencia de vida. Esta actitud egoísta e interesada llevará necesariamente al traste con las relaciones que deberían ser más espontáneas y transparentes, relaciones caracterizadas por la autenticidad de las personas y por la fidelidad a los principios y los valores adquiridos.
Como ya es costumbre, la liturgia de la palabra de este domingo llega a lo más profundo de nuestros corazones para interrogarnos, y confrontar lo que hacemos con el proyecto salvador de Dios. Para Dios, en las relaciones no existe la apariencia, la adulación, el engaño. Al confrontar su palabra con lo que hacemos; evidenciamos la incoherencia que en ocasiones nos acompaña y que lesiona las relaciones que tenemos con Dios y con las personas con quienes compartimos la vida. Es bueno recordar quién es Dios; para no pensar que podemos seducirlo fácilmente con nuestras palabrerías y adulaciones: “El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido” (Ecle 35,12).
En el mismo sentido del mensaje del Eclesiástico; el evangelio de San Lucas confirma esta intención e interés de Dios. En la parábola del evangelio de hoy, la intención del Señor es clara: “Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás” (Lc 18,9 ). Ante Dios no hay diferencias; a él no le interesa que descalifiquemos a los más pobres, débiles o necesitados para mostrar nuestra posición o dignidad. Él acepta a las personas como son; no le interesan nuestros títulos, reconocimientos o supuestos méritos que mostramos cuando queremos pedirle que nos conceda algo.
Más que adularnos y buscar ser reconocidos por lo que no somos; bien valdría la pena volver la mirada al que está a nuestro lado, a aquel que de manera anónima y desinteresada no presume de sus inmensas capacidades y valores; por el contrario, con humildad y transparencia las pone al servicio de los demás sin esperar nada a cambio. Su presencia se revela ante nosotros como un tesoro admirable del que hay que aprender y al que tenemos que cuidar. De la misma manera que tantos hombres y mujeres anónimos entregan su vida por nosotros; así también Dios revela su amor y su justicia al que se acerca a él herido por las batallas de la vida; pero confiado en el Señor que siempre da fuerzas y valor frente a la pequeñez y fragilidad de nuestro ser.
Que hoy nos despojemos de toda vanagloria y sintamos la necesidad de volver de manera sencilla al Señor que escucha la oración necesitada. Al igual que el publicano, volvamos fortalecidos y alegres a casa y a las tareas cotidianas reconociendo nuestra debilidad y fragilidad. Con la misma fe expresada en el relato del Evangelio, digamos al Señor: “!Oh Dios¡ , ten compasión de este pecador” (Lc 18,13b).