Domingo 17º del Tiempo Ordinario
Vivimos en una sociedad muy compleja caracterizada por distintas manifestaciones de desigualdad y odio que nos lleva a comprobar la existencia de un desorden social de inimaginables consecuencias. Las noticias que llegan de otros países nos permiten constatar el ambiente de guerra, destrucción y muerte propios de un mundo en crisis; ambiente ante el cual nuestro país no es ajeno dadas las graves situaciones de pobreza, violencia y diferencias radicales que se constituyen como una piedra en el arduo camino para alcanzar la paz. Estas situaciones tan complejas y difíciles de asumir pueden llevar a los hombres y mujeres de fe a asumir actitudes de pesimismo y desesperanza. No es extraño entonces pensar que frente a un mundo tan pecador, lo mejor es la aniquilación y el exterminio. Solo la locura y posiciones fundamentalistas proponen la purificación del mundo exterminando a los que piensan y obran distinto a ellos; llegando incluso a justificar la muerte y el terrorismo como caminos necesarios para un nuevo orden.
Estas posiciones que hemos descrito, son muy lejanas al mensaje cristiano, a lo que la palabra de Dios propone en este domingo. El papel del creyente en una sociedad tan compleja siempre tiene que identificarse con el mensaje de Dios quien cuida de la vida y la salud de sus hijos. En la primera lectura de hoy, Abrahán recuerda que Dios es justo y misericordioso; por eso, gracias al hombre bueno y justo cambia la suerte del impío y de la ciudad pecadora: "¡lejos de ti¡ ¡Hacer tal cosa¡¡Hacer que mueran justos por pecadores y que el justo y el pecador tengan la misma suerte" (Gn 18,25). El verdadero profeta, el verdadero cristiano seguidor de Jesús siempre recuerda e indica el camino hacia Dios, proclamando el perdón, la reconciliación, la justicia, la misericordia, la victoria del Señor sobre la tragedia y la muerte. Este es el mejor camino en los tiempos de tragedia y oscuridad: "Vosotros estabais muertos a causa de vuestros delitos y de vuestra condición pecadora, pero Dios os ha hecho revivir junto a Cristo, perdonándonos todos vuestros pecados" (Col 2,13).
Pero este camino solo es posible recorrerlo fortalecidos por el encuentro con Dios a través de la oración, del encuentro personal con el Padre Dios. Jesucristo en la oración que enseña a sus discípulos nos recuerda quién es Dios: "Padre "(Lc 11,2) y cuán importante es hacerlo presente en nuestra vida: "santificado sea tu nombre"(Lc 11,2) y como es necesario implorar su poder sobre todos: "Venga tu reino"(Lc 11,2b). Dios no quiere que desfallezcamos en ningún momento en el deseo de implorar misericordia, de llamar a los otros a la conversión. La tragedia del mundo contemporáneo llega a su drama máximo cuando se pierde la esperanza y el sentido de la vida; por eso Jesús le permite a sus discípulos que se obstinen en la súplica permanente al Padre del cielo que nunca defrauda a quien cree y pone toda su confianza en él: "Pues yo os digo: Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirán. Porque todo el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama le abren"(Lc 11,9)
Como creyentes, como cristianos católicos que vivimos en una sociedad compleja y cambiante, estamos llamados a volver nuestra mirada y nuestra esperanza a Dios buscando descubrir su voluntad sobre nosotros sin olvidar que en todos los momentos de la vida y frente a los momentos difíciles, solo Dios puede consolarnos concedernos lo que es mejor, lo que es bueno para cada uno. Como un Padre amoroso Dios nos ve con amor, como a hijos queridos, aún cuando sigamos obstinados en el pecado: "Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? (LC 11,13).
Que el buen Dios, con la fuerza del Espíritu Santo, ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que nuestras actitudes sean testimonio del cumplimiento de su voluntad, del deseo firme por transformar una sociedad injusta y violenta, en una comunidad en la cual se haga realmente presente el Reino de Dios.