Domingo 20º del Tiempo Ordinario
Este mundo contemporáneo vertiginoso y cambiante nos presenta e invita a vivir de diferentes formas realidades relacionadas con la misma vida, la familia, la justicia, la sexualidad, etc. Pareciera ser que la multiplicidad de propuestas logra confundir o desorientar a quienes por una u otra razón no tienen un punto de referencia claro, unos principios y valores que como los de la Iglesia, se constituyen como un faro que ilumina la existencia de los seres humanos permitiéndoles la toma de decisiones acorde con sus creencias, con su fe.
Pienso que lo que más incomoda al mundo de hoy respecto de la Iglesia es que siempre quiere "arruinar la fiesta". Me refiero a que ante las diferentes propuestas, los cristianos tratamos de confrontarlas con el mensaje de Jesucristo para confirmar si es una propuesta humanizadora que promulga un mundo mejor o simplemente es otra verdad a medias que degrada a la persona y hace el mundo más difícil. No es extraño para nosotros encontrar personas que bloquean y hasta ridiculizan a quienes hablan en nombre del Señor o a quienes promulgan el respeto y el acatamiento a los mandamientos de la ley de Dios; sin lugar a dudas, esta situación no es nueva para quienes proclaman la verdad, la justicia, la paz en nombre de Dios; ejemplo de ello es la situación del profeta Jeremías que se nos ha narrado en la primera lectura; situación que nos lleva a tomar el ejemplo de Jeremías como testimonio de fidelidad y amor a Dios incluso en medio de las dificultades.
Fijémonos entonces como la presión del nuevo orden social podría “obligar” al profeta de Dios a "matizar" su discurso o a proponer un discurso muy diplomático pero poco profético, frío, carente del poder transformador de Dios; es en esta situación como la palabra de Dios proclamada en este domingo nos recuerda a través de las palabras de Jesús, cuál podría o debería ser nuestra misión: "he venido a traer fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviese ardiendo¡" (Lc 12,49).
La historia de nuestra Iglesia católica nos permite constatar la existencia de muchos hombres y mujeres que siguiendo el ejemplo de Jesús, han llevado con su vida el fuego de la fe, el amor, la reconciliación, fuego que sigue ardiendo y que necesita ser avivado por nosotros los cristianos. Podríamos afirmar sin temor a equivocarnos, que ni siquiera nuestros propios pecados pueden disminuir la fuerza y el vigor de la verdad proclamada, el valor de tantos hombres y mujeres de Dios que no se aminoraron frente al estruendoso poder del mundo en que vivieron y hoy siguen siendo testimonio de fe, de verdad, de valor para que hoy, nosotros, profetas de nuestro tiempo, tengamos también la valentía de presentar la voluntad de Dios a nuestros hermanos. Decía la carta a los hebreos que leímos : "Por tanto, también nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos asedia y corramos con constancia en la carrera que se abre ante nosotros" (Hb 12,1)
Confrontar la vida y las prácticas del mundo contemporáneo con el evangelio es muy importante si queremos ser fieles a la voluntad de Dios. Hoy más que nunca, los bautizados debemos tener "ojos abiertos y oídos despiertos" para ver con claridad y escuchar las voces que nos dicen por dónde se mueve el mundo, cuáles son sus tendencias, anhelos y clamores; así, podremos ayudar a los hermanos en la búsqueda de todo lo que es bello, noble y justo. Es necesario dejar la preocupación excesiva por ser "popular" y tratar de identificar los signos de los tiempos en los cuales Dios se pronuncia o también el mal hace su aparición, el mismo Señor nos lo dice hoy en su palabra: "¡Hipócritas! Si sabéis discernir el aspecto de la tierra y del cielo. ¿cómo es que no sabéis discernir el tiempo presente? (Lc 12,56).