Domingo 24º del Tiempo Ordinario

“El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús”. Con esta frase, que he tomado de la primera carta de San Pablo a Timoteo que hemos escuchado, puede sintetizarse el mensaje de la Palabra de Dios en este vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario. El mensaje es claro: la misericordia de Dios es tan grande e infinita que todo lo hemos recibido de él.

Ahondemos en éste mensaje haciendo énfasis en una constatación: “El mundo se ha transformado a partir de dos maneras: la primera caracterizada por acciones violentas de carácter dictatorial que imponen la voluntad de unos pocos sometiendo a la mayoría; y la segunda, la transformación ocurrida de manera paciente y continua atendiendo al diálogo, a la concertación, la búsqueda de unir voluntades en torno a un mismo propósito. Estas dos maneras de transformación social no solo han acompañado la manera de gobernar; también han inspirado propuestas educativas, formas de construir una familia y por supuesto, también han inspirado a la religión en la manera de construir relaciones con Dios desvirtuando el verdadero sentido de la relación con el Altísimo

Algo parecido se nos muestra en la primera lectura el libro del Éxodo. Moisés, preocupado porque el pueblo ha transformado su realidad dejando de adorar a Dios al cambiarlo por un becerro de oro; suplica a Dios misericordia. Moisés le recuerda al pueblo el pacto de amor que Dios tiene con ellos, les hace tomar conciencia de que Dios los ha acompañado y protegido a lo largo de toda su existencia; y el pueblo, al escuchar la vos de Moisés, reconoce que se han transformado por la presencia de Dios e inmediatamente se arrepienten. Hermosa manera tiene el éxodo de mostrar que la paciencia de Dios no tiene límite y que el amor y la misericordia pueden más que el castigo.

De la misma manera, en el Nuevo testamento, Pablo le expresa a Timoteo cómo ha sido Dios con él ante su terquedad y obstinación en contra de los cristianos antes de su conversión. Según Pablo, Dios nunca ha perdido la paciencia para con él; al contrario, el Apóstol reconoce que Dios sigue actuando siempre con misericordia, salvándolo a él y a todos los pecadores en Jesucristo: "Precisamente por eso Dios me ha tratado con misericordia, y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su generosidad" (Tm 1,16).

Evidentemente: la misericordia y el amor de Dios no tienen límite; por eso Jesucristo va a manifestar siempre con sus palabras y acciones la absoluta convicción que tiene Dios de transformar el mundo; dicho en términos teológicos, de salvar al mundo a partir de la misericordia; que como afirmará el papa Francisco: "es el nombre de Dios". Para un cristiano católico, la transformación del mundo no se hace a través de la violencia y la fuerza. Esta visión castigadora y amenazante de Dios no es compatible con el anuncio del Reino de Dios. Jesús proclamará con su vida y con su sacrificio en la cruz que Dios es paciente, bueno y misericordioso. Él espera, busca, se va hasta el abismo por rescatar a cualquiera de sus hijos. Pero además manifiesta su misericordia alegrándose por que se ha encontrado al que estaba perdido.

Nunca el miedo o la violencia puede ser el camino para la conversión personal y de los demás. Sea lo que fuere, el camino para transformar una sociedad violenta, insensible e inhumana nos lo ha mostrado Jesús al enseñarnos a vivir las virtudes sobrenaturales que provienen y nos han sido dadas por su Padre: la paciencia, la espera, la bondad, la capacidad de resarcir el mal que nos han hecho y continuar "misericordiando" como dice el Papa Francisco; son características de los hombres y mujeres de fe que reconocen la presencia e intervención de Dios en sus vidas.

Pidámosle al Señor que surja de esta palabra proclamada un deseo profundo de transformación personal y social según el estilo misericordioso de Dios. Hagamos nuestras las palabras de San Pablo que hemos escuchado hoy “ Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mi” (1 Timoteo 1,12). Pidamos al Padre bueno que nos de la fuerza necesaria para no decaer en nuestra misión: hacer viva y real la misericordia de Dios al ser testigos del amor de Dios en medio de los hombres.